-¡Un cowboy africano con pantalones tejanos y camisa y sombrero negros! Sólo recuerdo eso...
-Señora, no estamos en el far west –contesta el poli gordo con un acento marcadísimo–. Así que, de existir alguien con dicha descripción, no tardaremos mucho en encontrar testigos que puedan aportar pistas.
Ella es un reputado médico, madre de tres hijos que está pasando unas vacaciones en el Algarbe portugués. Pero las vacaciones han terminado para ella y los suyos. Comienza un largo periplo plagado de pesadillas, alucinaciones y recuerdos confusos. En una de esas pesadillas, mamá McCann ve cómo un vaquero negro con aspecto rudo entra por la ventana del apartamento donde duermen los pequeños y, agarrando bruscamente a la pequeña Maddie, vuelve a salir por donde había entrado. Afuera le espera un enano proxeneta que tiene en sus ojos escritas con letras mayúsculas las palabras PEDERASTIA Y SODOMÍA.
Mamá McCann se despierta con un sobresalto. Cree que lo que ha visto en sueños no son otra cosa que los recuerdos de aquella fatídica noche, recuerdos que por su desagradable naturaleza habían permanecido ocultos en lo más profundo de su mente hasta ese preciso instante.
Ella está de nuevo en la sala de interrogatorios. Huele a humedad, y de las rejillas del aire acondicionado asoman unos cercos de moho que ya están contaminando la pintura de la pared haciéndola oscurecer aún más si cabe. Debajo de la mesa se acumulan bolisas de polvo, pelos y roña que se mueven de un lado a otro en la dirección que marca el aire acondicionado. En su nueva declaración, mamá McCann relata lo que ha visto en sueños la última noche.
-Señora McCann –el que habla ahora es un policía más joven y de actitud más profesional y menos lúbrica que el gordinflón–, tanto su marido como los amigos que compartían con ustedes la mesa del Tapas Bar declararon que habían estado turnándose cada 15 minutos para hacer una visita a los pequeños y que cuando ustedes llegaron finalmente a la habitación, Maddie ya había desaparecido sin dejar rastro, que no habían visto a nadie llevársela, pero que la ventana estaba abierta cuando ustedes la habían dejado cerrada.
-Así es.
-Entonces, ¿cómo se explica ahora su nueva declaración y cómo se compatibiliza con las declaraciones de los demás testigos?
Ella se desespera y una lágrima le resbala por la mejilla pero, sin dejar de mirar fríamente a los ojos de su interlocutor, dice:
-¿Alguna pregunta más?
-No, señora. Es usted la que ha venido a nosotros para modificar su declaración. Si no tiene nada más que aportar nosotros tampoco la podemos retener por más tiempo.
Ella está triste y frustrada. Su marido estaba tan borracho la noche de autos que ni siquiera se acordaba de lo sucedido cuando declaró ante la policía, de modo que contó lo primero que le vino a la cabeza: que al llegar a la habitación de los niños, la pequeña Maddie había desaparecido. Ahora escucha la nueva versión de mamá McCann y no sabe qué creer. Tal vez le cueste asimilar la sola hipótesis de que su niña haya sido secuestrada por una red dedicada a la pedofilia. O, quién sabe; quizás no esté tan confuso como parece.
Papá y mamá McCann están discutiendo sobre si acudir a una entrevista con la televisión portuguesa, cuando de pronto ella se queda petrificada mirando con horror hacia la ventana. Sus ojos están viendo al enanito pedófilo que, sobre el alféizar, hace un pase de baile a lo Michael Jackson caminando hacia atrás mientras grita: «¡Ut yos!» Y después suelta una carcajada obscena que hace que mamá McCann tiemble del escalofrío y sus piernas se dobleguen hasta caer de rodillas al suelo.
-He... he visto al enano –logra decir entre sollozos–. En la ventana.
Pero al girar su marido la vista, la ventana estaba cerrada y tras el cristal, en la calle, no había nadie.
De noche, ella tiene que prepararse un cocktail a base de ansiolíticos, miel de azahar y whiskey escocés para lograr conciliar el sueño. Duerme tras más de 24 horas sin pegar ojo, y sueña con el cowboy y el enanito pedófilo. Ambos están forzando a Maddie para que se meta en el maletero de un coche alquilado, ella opone resistencia y en un violento lance la pequeña cabeza es brutalmente golpeada con la puerta del portaequipajes. La niña pierde el conocimiento, momento que es aprovechado por los raptores para introducirla por fin en el maletero.
Conducen hasta un prostíbulo cercano a la playa, llamado "El Pez Espada". Probablemente dicho prostíbulo se halle regentado por “el proxeneta mayor” quien dará el visto bueno a la mercancía o, de lo contrario, mandará arrojar a la niña al mar con varias piedras atadas a sus extremidades para hundir su cuerpo lo más profundo posible. El enano abre el maletero y lo primero que ve es el charco de sangre sobre el que reposa la cabecita de Maddie.
Ella despierta sobrecogida. «Maddie está muerta». Le cuenta el sueño a papá McCann y éste la hace callar.
-¡No quiero volver a oír hablar de tus estúpidos sueños! ¡¿Entendido?!
Salen de casa temprano para ofrecer una rueda de prensa. Entran en el coche. Ella está demasiado alterada como para conducir, de modo que su marido se pone al volante y ella se sienta atrás con los gemelos. Mamá McCann juega con ellos para evadirse de la realidad y también para distraerles un poco, pues parecen tristes y aburridos. En un momento dado, mira el rostro de su marido reflejado en el espejo retrovisor interior... pero a quien ve es al vaquero negro y no al marido. Pega un grito ensordecedor, los niños rompen a llorar y el coche se detiene en la cuneta.
-¿¡Qué demonios te ocurre!? –pregunta el marido sin bajarse del automóvil.
Ella ve a su marido mirándola con enfado y preocupación. Pero en el espejo retrovisor sigue viendo al maldito cowboy.
Baja del coche, cierra la puerta, mira en derredor, toma aire, respirando profundamente para tratar de recuperar la calma. Se gira sobre sus propios pies en dirección al coche. El sol refleja en los cristales, pero ella no ve su imagen proyectada en ellos. Se queda mirando el reflejo vacío de los cristales, cambiando el ángulo de visión para encontrarse a sí misma, pero su reflejo sigue sin aparecer. Es entonces cuando baja la mirada a la altura de la llave de la puerta cuando ve al enano pederasta riendo burlonamente. Alteradísima, se acerca hasta el espejo retrovisor derecho y se pone frente a él. La cara del enano aparece ante sus narices repitiendo una y otra vez su mensaje: «¡Ut yos!, ¡Ut yos!, ¡Ut yos!».
Mamá McCann entra en el auto.
-Ahora lo entiendo todo. Tenemos que mantener la calma. Maddie está viva y la han secuestrado –dice ella totalmente serena.
-Así es, cariño. Así es...
Y es que, para unos padres debe de ser muy duro matar, aunque sea por accidente, a un hijo, y para los McCann resulta más fácil de asumir la idea de que su pequeña esté siendo torturada, sodomizada y vejada por una red de prostitución infantil, antes que afrontar la realidad.
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